Ese es el título de una película venezolana, escrita por José Ignacio Cabrujas y dirigida por Carlos Azpúrua. El filme tiene el mérito de haber sido nominado a los premios Goya, como Mejor Película Extranjera de Habla Hispana. En dicha obra cinematográfica se desarrollan varias historias que tienen como elemento centralizador el golpe de Estado que lideró Hugo Chávez el 4 febrero de 1992.

Distante en el tiempo, y de manera chimba (cosa, situación o un hecho que es poco estimado por su mala calidad o defectuosa realización, según el Diccionario del habla actual de Venezuela, de Rocío Núñez y Francisco Javier Pérez) casi amanecimos otra vez de golpe el sábado 4 de agosto de este lechoso año de 2018. El conductor de Miraflores fue el suertudo que se “benefició” con la singular e irregular situación (“el magnicidio frustrado”), cuyo objetivo superior era destronarlo.

La acción malamente ejecutada por el prócer de Sabaneta se repite ahora como comiquita, pero en esta ocasión los acontecimientos centrales que dan cuerpo al nuevo “golpe de Estado”, abortado antes de nacer, fueron proyectados al mundo en cadena nacional de televisión. He visto decenas de veces, en dos tomas diferentes, las inverosímiles imágenes sin dejar de sorprenderme lo que allí quedó registrado para la historia.

Lo primero es que luce extraño el sitio escogido para conmemorar los 81 años de la fundación de la Guardia Nacional Bolivariana. Lo lógico y natural es que el acto se hubiese realizado en Los Próceres. Se trata de un espacio abierto y seguro en el cual se efectúan las paradas del sector castrense. ¿Por qué se eligió, entonces, un escenario que no es acorde con el tipo de evento que se llevó a cabo?

Lo segundo que llama la atención es el hecho de que los drones, que estuvieron siendo operados a distancia por “oligarcas criminales”, se acercaron demasiado a su objetivo sin que la élite que cuida a Maduro, con toda la tecnología china y rusa que maneja, y la experticia de los custodios cubanos que siempre le rodean, los neutralizaran sin perjuicios que lamentar para los presentes en el acto conmemorativo.

Luego, lo que ocurrió en la tarima presidencial no es menos espeluznante. Al originarse la explosión del dron cerca de la tribuna, producto del disparo de un francotirador del gobierno, la primera dama pega un salto y trata de agarrarse al brazo del presidente del Tribunal Supremo de Justicia. Nicolás se queda con la boca abierta, mirando hacia el cielo, y luego se voltea y dirige la mirada hacia su derecha, haciendo un repetitivo gesto mímico a alguien (¿Jorge Rodríguez?), que claramente expresa una pregunta: ¿qué pasó, qué pasó?

En el momento en que eso se escenifica, en una de las tomas que antes mencioné se ve a un oficial de boina roja –que está fuera del enfoque de la cámara– cayéndose de lado, justo detrás del lugar que ocupa el ministro de la Defensa. En la segunda toma quedó registrado lo que verdaderamente ocurrió: el oficial de boina roja se ladeó hacia su derecha y sin miramientos tomó por detrás a Vladimir Padrino López, lo echó a un lado y se incorporó al grupo de los custodios de Maduro que lo rodean y protegen con capas especiales antibalas.

Lo sorprendente de la situación anterior es que nadie se ocupó de proteger a Cilia Flores ni al general Padrino. Peor todavía: ni el mismo presidente hace el menor gesto de salvaguardar a su esposa, cuando lo normal es que en situaciones de peligro que puedan afectar a un ser querido o a cualquier persona indefensa (un niño, un anciano), prevalezca en nosotros el instinto de resguardarlo, incluso, a costa de lo que nos pueda ocurrir. Eso, por lo visto, no aplica en el caso del conductor máximo de la revolución. Respecto al ministro de Defensa, se hizo palpable que es una ficha de segunda línea que no cuenta para nada.

¡Ah caraj!, Maduro, no pegas pero ni una.


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